Crónica de una catástrofe anunciada
Los grandes incendios forestales azotan de nuevo el norte de Portugal
Resumen del proyecto
#IIFFsondaMegaincendios: más allá de la extinción
Este proyecto busca recoger en imágenes lo que rodea a los megaincendios que arrasan España para generar conocimiento sobre este fenómeno, mostrar qué hay detrás del nuevo comportamiento del fuego que destruye decenas de miles de hectáreas y enseñar las consecuencias en los ecosistemas y para la población. También recopilará las estrategias para combatir y convivir con estos nuevos incendios y compartirá los proyectos que buscan soluciones mitigando su proliferación, siempre con la fotografía, el vídeo y los recursos gráficos como herramienta principal. Porque ver es indispensable para comprender.
Conversaciones #01: ¿Qué es un megaincendio?
Laponia española
Paisajes inflamables
Para que no arda el bosque
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‘Lumes’, por Adra Pallón
Crónica de una catástrofe anunciada
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24 septiembre 2024
Después de un verano relativamente tranquilo en la península ibérica en lo que a grandes incendios forestales se refiere, parecía que Portugal iba salvando una temporada en la que arrastraba una sequía severa. Estaba siendo uno de los veranos con menos incendios forestales de las últimas décadas. Pero el 14 de septiembre se desataron en el centro y norte del país varios incendios forestales casi de manera simultánea. Las altas temperaturas y el llamado terral, el fuerte viento del este que llegaba seco después de atravesar la península, hicieron que la situación se volviera incontrolable.
Las regiones afectadas, Oporto, Aveiro y la céntrica Viseu, son algunas de las que recorrimos a finales de 2023 para nuestro proyecto sobre Megaincendios. Mientras preparo el equipo y hago los últimos preparativos para emprender de nuevo el viaje a esa zona, regresan a mi cabeza las palabras de la profesora Fantina Tedim cuando la entrevistamos para el reportaje Paisajes Inflamables: “La situación vivida en los incendios del 2017 seguramente se repetirá en el futuro. Ahora bien, ¿cuándo? ¿El año que viene? ¿En dos, diez o quince años? Nadie lo sabe”. Y ahí estaba, yendo a ser testigo de cómo su predicción se materializaba.
Es martes 17 de septiembre. Llevo varias horas conduciendo, la última ya atravesando tierras lusas. Cuando paso Coimbra el humo lo inunda todo. El aire está cargado de ceniza, el cielo está teñido de amarillo y el sol apenas brilla. Otra consecuencia, ésta más sutil y silenciosa, de la catástrofe que se está desarrollando: el impacto ambiental que generan estos grandes incendios forestales. Según datos del Servicio de Observación por Satélite europeo Copernicus, la cantidad de CO2 liberada a la atmósfera por los incendios en Portugal es alarmante: es el nivel más alto de emisiones de carbono para septiembre en 22 años.
El miércoles aún hay más de un centenar de incendios activos, varias autovías y carreteras nacionales están cortadas y han desalojado decenas de municipios. Según avanzo por la A24 dirección a Viseu, en el centro del país, el olor a humo se intensifica. La atmósfera se vuelve más densa, casi palpable, y cada respiración se convierte en un recordatorio de la fragilidad de nuestro entorno. A ambos lados de la carretera se distinguen columnas de humo que brotan de un manto verde, como una alfombra de eucalipto y pino que conecta aldea con aldea, pueblo con pueblo. Lo que técnicamente se llama “interfaz urbano-forestal” es ese punto donde se unen las casas o áreas habitadas y los bosques, y es un factor crítico en el nivel de peligrosidad de los incendios forestales. Estos espacios, que a primera vista pueden parecernos idílicos, en realidad son auténticas trampas mortales. Las casas y poblaciones en estas zonas no solo están en riesgo extremo, sino que además complican enormemente las operaciones y el trabajo de los cuerpos de extinción.
Decido salir de la autovía e ir por la carretera nacional. Los arcenes están negros, humeantes, y las señales calcinadas. Trato de orientarme en dirección a esas columnas de humo que veía desde la autovía. El destino hace que caiga en Ribolhos, un pueblito de menos de 300 habitantes en el distrito de Viseu. Parece estar desierto. Subo por las calles escarpadas adentrándome en el municipio. Ya en las últimas casas comienzo a ver personas. Algunas me lanzan miradas incrédulas, aunque la mayoría no me presta atención. La escena con la que me topo es desgarradora: vecinos y vecinas de todas las edades luchan desesperadamente por proteger el pueblo de las llamas. Todo lo que tienen es un tractor que remolca un par de depósitos de agua con una manguera alimentada por una bomba, que ruge con un generador. Un bombero voluntario está de punta de lanza; es la determinación humana frente a la furia de la naturaleza.
Los vecinos van dando o recogiendo metros de manguera mientras el bombero avanza entre los pinos, conteniendo con gran destreza el fuego que amenaza con desbordarse a cada momento. Unos metros más atrás le gritan para que dirija el agua en una u otra dirección.
Cuando el fuego empieza a apretar por otro flanco, en otra calle del pueblo, dan la voz de alarma y todos corren con determinación para sofocarlo. Van de una propiedad a otra, tratando de proteger sus casas. Los que no están ocupados con la autobomba improvisada portan ramas en sus manos y las baten contra las llamas tratando de mantenerlas a raya. La escena parece caótica, pero se percibe una coordinación silenciosa, un entendimiento mutuo nacido de la necesidad de protegerse. Pregunto a un vecino por los bomberos: “Aquí estamos solos, (los bomberos) están desbordados”, me responde.
Rita Silva, una joven que ha regresado a Ribolhos para ayudar a sus padres, me cuenta con ojos cansados: “Toda esta zona ya se quemó en 2017, todo ardió. Pero ahora, como ves, está todo ardiendo (otra vez). La vegetación es cada vez más alta y no consiguen controlarla”. En Portugal, alrededor del 95% de la superficie forestal total está en manos de particulares (un porcentaje similar al de la vecina provincia española de Galicia). Muchas de las propiedades privadas tienen una superficie de menos de 0,5 hectáreas, pero pese a ello sus propietarios no pueden, ni física ni económicamente, gestionarlas activamente. En 2017 varios incendios sacudieron el país. Uno de ellos sucedió en junio, en la zona de Pedrógão Grande; el segundo sucedió en octubre y fue el que afectó a esta región del país. Se quemaron cerca de medio millón de hectáreas y 109 personas perdieron la vida. Fue el año más mortífero que haya conocido Portugal a causa de los incendios.
“Este año el fuego es mucho peor, la intensidad es mucho peor que en 2017″, continúa Rita. Se acerca su padre, Vasco Silva, y añade con voz quebrada: “Mira cómo está, es una cosa horrible. Tratamos de salvar las viviendas. Toda una vida para ganar (dinero), para conseguir una vivienda…”.
Bajando una de las calles aparece un camión de bomberos, que se suma a la protección del pueblo. Poco después de llegar se queda sin agua y son los propios habitantes los que con sus depósitos rellenan la cisterna exhausta. Ahora bomberos y vecinos se entremezclan en las labores de extinción. La situación mejora sustancialmente.
Hay una zona boscosa, pegada a las últimas casas, que arde con una intensidad aterradora, alimentada por la densa vegetación. El retén avanza con el camión y comienza a combatir el fuego, pero es una batalla perdida. Las llamas superan los 8 metros de altura, se escucha a los árboles crujir y un siseo furioso, como si el fuego estuviera protestando contra los intentos de extinguirlo. El agua se hace vapor antes de que pueda tener algún efecto. El calor es tan intenso que puedo sentirlo a varios metros de distancia.
Cuando parece que está todo perdido, un zumbido que a lo lejos parece un helicóptero se empieza a hacer cada vez más presente. Entre el denso humo puedo ver un AS350 B3 de la Guardia Nacional Republicana, una fuerza militar similar a la Guardia Civil en España. Sobrevuelan la zona y efectúan varias vueltas sobre el retén de bomberos y su camión. Parecen comprender la gravedad de la situación y se disponen a tomar tierra en el pequeño jardín de una casa cercana. Desciende la unidad helitransportada de la UEPS (Unidad de Emergencia de Protección y Socorro) y colocan en la panza del helicóptero el llamado “bambi”, un depósito flexible de color rojo que sirve para transportar agua en las tareas de extinción. Una vez realizada la maniobra el helicóptero asciende, y los 5 miembros de la brigada, liderados por el cabo Bruno F. Marques, caminan hacia el retén de bomberos voluntarios. Portan batefuegos y mochilas con alrededor de 20 litros de agua cada una.
Después de una breve charla con los bomberos, la brigada empieza a trabajar en las labores de extinción. Marques coordina por radio con el piloto la estrategia más efectiva para realizar las descargas de agua. El denso humo y los tendidos eléctricos que recorren la zona dificultan enormemente las maniobras. Una y otra vez el helicóptero efectúa descargas de agua sobre la zona afectada, mientras desde tierra la brigada se emplea con determinación para acabar con las llamas restantes.
El bosque es una maraña de eucalipto, pino, helechos y matorral, es tal la densidad que es prácticamente intransitable. La brigada se abre paso como puede para rematar los focos más profundos. Los bomberos siguen echando agua con la autobomba sin descanso sobre los primeros pinos, y un grupo de vecinos observa con alivio que la situación empieza a estar bajo control. Aparecieron en el momento adecuado: si no llega a ser por las continuas descargas de agua del helicóptero, hubiera sido muy difícil parar el fuego.
Una vez la situación parece controlada, Marques da órdenes al piloto para que les recoja. Mientras esperan al aterrizaje del helicóptero, me cuenta que llevan dando apoyo en lugares críticos durante los últimos tres días. Su turno es de 8h a 20h, trabajan sin descanso. Aún estamos charlando cuando reciben otras coordenadas a las que dirigirse pero sólo les queda combustible para 20 minutos, así que comunica por radio que va a realizar un par de descargas más y volar de vuelta a base. Los vecinos de Ribolhos han tenido suerte. El fuego, por el momento, está bajo control.
Entre el 12 y el 20 de septiembre, Portugal registró una treintena de grandes incendios (los que arrasan superficies mayores de 500 hectáreas) que afectaron a algo más de 120.000 hectáreas. El fuego dejó cinco víctimas mortales y 161 heridos, según cifras oficiales. Tres de los fallecidos eran bomberos. Mientras me preparo para partir, con el sabor amargo del humo aún en mi garganta, recuerdo a Rui Rosinha, bombero de Pedrógão Grande, que quedó con tremendas secuelas físicas y psicológicas por las quemaduras que sufrió en los grandes incendios de 2017. Allí además perdió a su mejor amigo, Assa, también bombero.
Rui y el resto de personas de la zona de Pedrógão con las que hablamos el año pasado concluían lo mismo que Rita y los vecinos de Ribolhos: todo está peor que cuando se produjeron aquellos incendios de 2017. Ahora, viendo la devastación a mi alrededor, entiendo mejor lo que querían decir. La recuperación después de estos desastres es un proceso lento y doloroso, a menudo obstaculizado por la falta de recursos, la falta de visión y de compromiso para elaborar planes estratégicos a largo plazo.
Según me voy alejando del humo y las llamas, me pregunto: ¿Cuántos desastres más necesitamos? ¿Cuántas personas más tienen que morir? ¿Cuántos grandes incendios más tendremos que sufrir antes de que se tomen medidas efectivas para prevenir y mitigar estos desastres? Me temo que la respuesta está en el cielo amarillento por el humo y el paisaje carbonizado que dejo atrás, testimonios silenciosos de la falta de acción frente a un problema que, por lo que he aprendido en este tiempo, sólo puede empeorar. Mientras conduzco de vuelta a casa, el paisaje ennegrecido se extiende a ambos lados de la carretera, como un duro recordatorio de la urgencia de actuar antes de que vuelva a suceder.
No hay una única solución milagrosa: la clave para prevenir los grandes incendios forestales a largo plazo es combinar herramientas adaptadas a las necesidades de cada territorio. En “Para que no arda el bosque” contamos cómo en los bosques públicos y privados de la península ibérica se están llevando a cabo una serie de iniciativas locales, nacionales e internacionales de gestión inteligente del territorio dirigidas a prevenir este tipo de incendios.