El agua se lo llevó todo
Quienes sobrevivieron a la riada en Valencia han quedado marcados por el recuerdo
Resumen del proyecto
#El agua se lo llevó todo
El agua se lo llevó todo
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13 noviembre 2024
El martes 29 de octubre, amplias zonas del sur y el este de España se vieron afectadas por lluvias torrenciales. Las precipitaciones y las riadas que provocaron daños en un total de 78 municipios, algunos de ellos en Andalucía, Murcia y Castilla-La Mancha, pero fue la región de Valencia la que sufrió las consecuencias más devastadoras.
Aunque las lluvias son un fenómeno habitual en otoño en Valencia —y no es la primera vez que causan daños graves—, los habitantes de las zonas afectadas dicen que estas han sido las peores en la historia reciente. A 13 de noviembre se habían reportado 223 muertes en España (215 en la Comunidad Valenciana, 7 en Castilla La Mancha y 1 en Andalucía) y 23 personas seguían desaparecidas, según datos oficiales. La DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos) provocó lluvias torrenciales que en algunas áreas superaron, en tan solo 24 horas, la precipitación media anual: en la localidad de Chiva se llegaron a registrar 600,2 litros por metro cuadrado, y en Turís se alcanzó del récord de 771 litros por metro cuadrado. Una DANA como la que arrasó estas localidades se genera cuando el aire de la superficie del Mediterráneo, aún cálido, se encuentra con vientos polares fríos, lo que resulta en enormes nubes de lluvia, aguaceros intensos e inundaciones repentinas.
En las tierras altas de Valencia, olas marrones de agua y barro desbordaron cañadas y barrancos habitualmente secos y descendieron hacia las llanuras, llevándose consigo coches, edificios y personas. La feroz riada anegó localidades como Catarroja, Alfafar, Sedaví, Massanassa, Picanya y Paiporta, entre otros municipios, arrasando todo a su paso. De las muertes causadas por la DANA, más de una cuarta parte fueron en Paiporta. Los 24.000 residentes de este pueblo, a tan solo ocho kilómetros al sur de la ciudad de Valencia, no recibieron ninguna advertencia antes de que un tsunami desbordara el Barranco del Poyo e inundara con rapidez hogares y negocios en la planta baja, transformando salones, cocinas, tiendas y garajes en mortales tanques de agua. Quienes sobrevivieron han quedado marcados por el recuerdo de una noche oscura de lucha contra la riada.
AGUSTINA
Agustina Zahonero del Río, de 61 años, se mudó a Paiporta con su hija, Ana Sánchez Zahonero, de 26, hace cuatro años. Se había sentido atraída por el asequible alquiler de una hermosa casa antigua valenciana, con vidrieras y azulejos coloridos. Cuando llueve con mucha fuerza a veces se acumula algo de agua en las calles, pero a las 18:30 del martes 29, mientras ella y su hija sujetaban la puerta principal para que resistiera la presión del agua que empujaba desde fuera, supieron que esta vez era diferente.
Las mujeres se desesperaron cuando el portón de madera finalmente se desplomó y la riada invadió su hogar, alcanzando casi tres metros de altura en el interior. “Nos cogíamos a los sofás, estuvimos flotando en un colchón muchísimo tiempo, luego en el sofá hasta que se hundió, luego en el otro sofá, luego en los muebles y así estuvimos 5 horas. A oscuras completamente”, cuenta. Intentaron nadar hasta un árbol en el patio trasero mientras los vecinos del piso de arriba les gritaban, pero su camino estaba bloqueado. Para cuando el gobierno regional de Valencia emitió un mensaje de advertencia por inundación, Agustina ya estaba agarrada a la lámpara del techo para que no se la llevara la riada.
Pasadas varias horas el agua helada comenzaba a entumecer su cuerpo hasta la hipotermia. Sintió que se deslizaba hacia la inconsciencia y empezó a despedirse de su hija, pidiéndole perdón porque ya no podía resistir. Mientras Ana le gritaba que se mantuviera consciente escucharon golpes en una de las paredes de la vivienda. Era Manu, un empleado de la oficina de abogados del edificio contiguo, que con la única ayuda de un pequeño martillo logró hacer un agujero lo suficientemente grande como para sacar a ambas de la vivienda anegada.
Una vez a salvo en el piso de arriba, pudo darse una ducha caliente. “La mejor sensación que he tenido en mi vida. Nunca había sentido algo así”. Madre e hija pasaron allí la noche. Cuando despertaron al día siguiente, vieron su vida sumergida. Para Agustina, la peor parte de la experiencia no fue lo cerca que estuvo de morir o la pérdida de sus pertenencias materiales, sino “el pensar que a mi hija le iba a pasar algo, por supuesto, el pensar que mi hija iba a ver cómo me estaba muriendo, por supuesto, pero luego el pensar el tipo de gentuza que nos está gobernando y que dependemos de ellos, también”.
La otra hija de Agustina, Gema Robledo Zahonero, de 32 años, regresó de Dinamarca para apoyarlas. Cree que su madre y su hermana no solo seguían en estado de shock una semana después, sino que ellas y muchos otros en Paiporta han desarrollado una especie de apego al lugar donde han sufrido tanto dolor. “Realmente creo que tienen una especie de síndrome de Estocolmo. Se sienten cómodas en su tragedia porque es más cómodo que reconocer que han perdido literalmente todo”, dice. Agustina, efectivamente, lo ha perdido todo; lo único que queda de sus pertenencias es la ropa que llevaba puesta, ahora comienza el farragoso proceso de presentar reclamaciones de seguro y solicitar ayudas públicas. La primera pregunta que le hacen es si puede mostrar sus facturas en papel. Ha creado una página en la plataforma de crowdfunding Gofundme para intentar empezar a reconstruir su vida.
ANTONIO Y ALBERTO
Antonio León, de 71 años, ha vivido en Paiporta durante las últimas seis décadas y ha presenciado muchas lluvias torrenciales. Tiene una tabla de madera que a veces colocaba entre la alcantarilla de la calle y la puerta de su garaje de chapa para evitar que el agua entrara. La noche del martes 29 hizo lo mismo, pensando que el agua no subiría más de lo habitual. Estaba con su esposa en su garaje cuando el agua comenzó a subir con rapidez. “Empezó a venir como si emanara de debajo. Subió y se metió por dentro. Siguió subiendo, levantó un coche que había aquí aparcado y con el culo pegó en la puerta, rompió el cristal y a mi mujer le hizo un corte”. Ambos se dieron cuenta de que allí estaban atrapados y usaron una escalera para subir desde el patio trasero a un techo bajo. Desde allí, su vecino, Alberto Sorni Belencoso, de 34 años, los ayudó a entrar en su casa para ponerlos a salvo. “Si el agua sube un poco más ellos no se salvan porque ahí, donde estaban, era imposible,” explica Alberto.
Alberto y su familia habían estado observando cómo subía el agua desde su balcón en el piso superior. “Estabamos viendo a la gente, los coches llenos o gente que pasaba arrastrada por el agua y por la que no podías hacer nada”. Las horas siguientes fueron oscuras, a medida de que se daban cuenta de que, para muchos, sobrevivir sería imposible. Alberto describe la siguiente semana como una guerra. “Hay innumerables historias más, y peores”, dice.
La energía del pueblo ha cambiado tanto que ahora no ve futuro allí: “Siento que los muertos hacen que yo ahora quiera salir de aquí, siento la muerte en las calles.” Para quienes no tienen más opción que quedarse, Alberto espera que las cosas cambien. “España no es un país que está preparado para estas catástrofes. Tenemos militares de sobra para cuando pasan estas cosas, pero no, deciden gastarse más dinero en urnas, politiqueo”. Su vecino Antonio también desconfía de los líderes políticos de Valencia. Habla de codicia y corrupción mientras camina por su garaje. Además de perder todo lo que tenía guardado, el preciado coche clásico de Antonio, un Seat 1500 de 1969, quedó destruido sin posibilidad de reparación. Las lágrimas asoman mientras su mirada se desvía hacia el barro. “Todo se fue en seis horas”.
AMPARO Y MANUEL
Los músicos Amparo Ribes Montoro, de 58 años, y Manuel, de 59, se conocen desde los siete años. Crecieron, se casaron y tuvieron dos hijos juntos, todo ello en Paiporta. Después de la inundación, el pueblo que tan bien conocen les resulta un lugar extraño. “La noche fue terrible. El agua comenzó a subir y decidimos ir al piso de arriba. Cogimos los DNIs, el perro y nada más, porque es mejor vivir. Tenemos vida, eso es lo importante”. Mientras corrían al piso superior el agua destrozó la puerta principal y la planta baja quedó llena de barro, agua y sedimentos. Se cortó la electricidad y los móviles se quedaron sin cobertura. La pareja se sentó en la oscuridad y permaneció así durante horas, escuchando los gritos de los vecinos, amortiguados por el ruido del agua torrencial. Un joven vecino quedó atrapado, aferrado a una columna, sin que nadie pudiera ayudarlo. “Toda la noche chillando: ‘socorro, que no aguanto más, que no aguanto más’ y al final, cuando empezó a bajar el agua, a las 2 o las 3 de la mañana, el chico se salvó, pero toda la noche escuchando: ‘que me caigo’ y todos diciéndole: ‘aguanta’”.
Una semana después de la inundación, Amparo se mueve a un ritmo frenético, llena de adrenalina. Llama a su vecina por encima de una valla, le pregunta cómo está y se ríe mientras ambas lavan la ropa en cubos. Luego empieza a barrer, a mover bolsas, a limpiar muebles. Como sus vecinos, prefiere estar inmersa en la vorágine de la limpieza en vez de contemplar el futuro. “Nos dijeron que Paiporta es la única localidad que ya no tiene ninguna tienda o negocio. Está devastada, no queda nada”. Sabe que cuando termine la limpieza asomará una nueva realidad. Antes encontraban todo en el pueblo, pero ahora deberán salir a buscar lo que necesiten. “A un kilómetro de aquí, en Valencia, la vida es normal. No ha pasado nada, todos tomando café en las terrazas”, dice. “Tendremos que movernos como podamos, en autobús, e ir a las tiendas a comprar y regresar con las bolsas”. A pesar de la sombría predicción, la pareja tiene la intención de quedarse en el pueblo. En el futuro inmediato, lo único que Amparo espera conseguir es un microondas, luego un frigorífico, luego una lavadora.
A la vuelta de la esquina de su casa está el conservatorio de música donde Amparo y Manuel se conocieron. Ambos forman parte de la Banda Primitiva de Paiporta. Dentro del gran teatro, los instrumentos, el escenario y las butacas están en un estado lamentable. Uno de los profesores, José Morales, de 42 años, está ayudando a limpiar, pero dice que llevará años reemplazar lo perdido y que el lugar se recupere. “Estamos hablando de casi 30.000 euros sólo para el piano. Sí, tenemos seguro, pero claro, tenemos instrumental que a lo mejor tienen 30 o 40 años, porque es un instrumental bueno, pero tienen 30 o 40 años y de eso ya no hay papeles, eso no existe. No hay facturas, no hay nada”. Su oído entrenado nunca había escuchado los sonidos de la noche de la inundación, “El ruido del agua se oía por todo el pueblo, el ruido conforme pasaba el agua. Daba miedo, pavor. Como si abrieras un grifo con muchísima presión y tuvieras la oreja pegada al grifo. Así, pero bestial”. Como muchos, está enfadado y agotado. Mientras habla de los numerosos fallos que percibió en la respuesta de emergencia, su voz se convierte gradualmente en un grito tenso que resuena desde el escenario hacia la oscura sala, vacía de público.
ANA
Ana Sirvent, de 46 años, vive en un primer piso encima de su heladería, de la franquicia Jijonenca, cerca del barranco del Poyo. Además de trabajar en su tienda, cuida de sus padres: ella con parálisis parcial, y él con Alzheimer avanzado. Ana y su familia presenciaron lo peor de la inundación mientras el agua alcanzaba el suelo de su hogar. “En cosa de media hora el agua llegaba a más de 2 metros de altura. Venía toda la fuerza del agua, los coches pegaban contra el balcón. Empecé a llamar a los vecinos, todos estaban trabajando, menos mal que quedaba un chico joven de 20 años, mi hija de 16 años, bueno, 17 que cumplió esa misma noche, y yo”. Entre los tres lograron llevar a sus padres al tercer piso. Allí pasaron la noche sin electricidad ni cobertura telefónica. “El agua seguía subiendo. El ruido de los golpes era ensordecedor. Después nos enteramos de que las paredes se estaban cayendo. No podíamos ver nada, era como una película de terror. Cuando el agua comenzó a bajar empezamos a verlo todo”.
En los días que siguieron al desastre, ella y su familia estuvieron sin agua, sin electricidad y sin puerta principal. Como muchos, dependieron de la ayuda de voluntarios que traían comida y patrullaban las calles contra saqueadores. Los problemas de sus padres se amplificaron por la falta de servicios. “Mi hija y yo lavándolos con toallitas, no teníamos agua. Mi padre no come comida normal porque ya no sabe masticar y gracias a Dios todos los vecinos me trajeron potitos de bebé y con esto, fríos, es con qué los he estado alimentando, porque no tenía otra cosa. No tenía nada más”.
A sus 46 años, ahora debe comenzar a reconstruir la vida que el agua se llevó. “Solo tenemos ganas de limpiarlo, limpiarlo, limpiarlo. Yopienso que cuando todo esto pase va a quedar un pueblo fantasma porque no hay ni un comercio en pie, ni un local”. Ana tiene la intención de buscar trabajo fuera de Paiporta porque reabrir su heladería parece inviable. “Necesito más de 100.000 euros, que no me va a dar ni el gobierno ni los seguros, y yo no puedo pedir préstamos. No, no se puede porque ya nos han dado unos préstamos que tenemos que devolver. O seahay que endeudarse de más, es decir, aparte de todo lo que has perdido es endeudarse más. Y yo creo que no me quedan fuerzas”.
PEPE
En la calle Luis Vives, una de las más afectadas, José Martínez, de 60 años, trata de limpiar el barro de la casa en la que nació y ha vivido toda su vida. La noche de la DANA su hermana le llamó para decirle que el barranco se había desbordado. Salió de la casa para verlo con sus propios ojos porque creía que era imposible, un error que muchos fatalmente cometieron. “Me vine corriendo cuando vi el agua, pero de golpe ya estaba por las rodillas. Y luego, de repente, me venía casi más de la cintura, pero la fuerza de la corriente me empujó y me tiró. Me cogí a un coche y de ahí tenía la ventana enfrente y pensé: ‘yo me suelto y si se me lleva mala suerte, adiós Pepe'”. Gritó pidiendo ayuda y, por suerte, sus vecinos lograron arrastrarlo al interior de la casa a través de una ventana. Sabe que fue uno de los afortunados.
Pepe habla desde lo que una vez fue su sala de estar y se estira hasta la marca de agua en la pared, a más de 2 metros de altura y que apenas puede alcanzar. Frente a él, un muro interior está parcialmente derribado y encima, cubierta de barro y colgando de lado, está una foto enmarcada de la patrona de Valencia, la Virgen de los Desamparados. Pepe pudo escapar con vida, pero, al retroceder, las aguas se llevaron todo lo que tenía. “No va a quedar igual que antes porque estaba todo amueblado, todos los muebles los hizo mi padre, todo muy bonito, muy antiguo, pero lo de antes ya no va a ser”.
Exhala con resignación mientras cruza el recibidor y sigue limpiando. Alguien ha escrito con barro la palabra valenciana ‘Ànim’ en su pared. Las gigantescas puertas de madera de la casa están de lado, contra la pared, manchadas e inútiles. Hasta que no pueda reparar la puerta Pepe no se siente seguro durmiendo en su casa, lo que añade más precariedad, si cabe, a las consecuencias de la riada, pero está decidido a seguir adelante.
Los científicos aún trabajan para esclarecer en qué medida influyó el cambio climático en este desastre, pero están seguros de que el aumento global de las temperaturas está incrementando el riesgo de eventos extremos y ya ha afectado al comportamiento del ciclo hidrológico. Además de las revisiones necesarias de los protocolos de emergencias en España, una parte de la población espera que el foco se dirija ahora hacia la adaptación, así como a la educación para evitar futuros desastres y salvar vidas. En Paiporta, el color marrón del barro se va difuminando poco a poco, las torres de coches destrozados están siendo retiradas y el pueblo parece cada día menos caótico. Pero, igual que las vidas de las personas afectadas por las inundaciones, los relojes permanecen congelados en el momento en que las aguas entraron y se lo llevaron todo.
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